Había sido una noche larga y ajetreada en la sala de terapia intensiva del hospital. Yo estaba a punto de revisar por ultima vez a un paciente antes de terminar mi turno. Al acercarme a la puerta, vi que su esposa estaba a su lado. Había estado ahí toda la tarde. Al verlos, dudé en acercarme, ya que no quería interrumpirlos. Estaban agarrados de la mano y charlaban en voz baja; él en la cama, y ella en la silla, a su lado. La charla estaba llena de pausas. El lento murmullo de su conversación servía para exorcizar el miedo que había en esa habitación.
Él estaba a punto de morir, y ambos lo sabían. Mientras le hablaba, él le acariciaba la mano con dulzura. Ella asentía y contestaba, y se estiraba para peinarle el pelo que le caía sobre la frente. Todas estas demostraciones de ternura les salían con mucha facilidad, a ambos. Incluso yo, como observador casual, pude ver cómo el amor que compartían creaba un entorno de paz a su alrededor.
Una sola lágrima rodó por la mejilla de la mujer: el único signo del profundo dolor que estaba atravesando.
Pero le sonrió a través de esa lágrima y le hizo otro comentario breve, uno que lo hizo reír entre dientes. Sus ojos estaban puestos en ella mientras hablaba, y era evidente que no había nada mas importante para él. La tranquila fortaleza de su amor trascendía el momento.
Al observarlos, entendí por fin el verdadero significado del amor. Lo supe al ver cómo se reconfortaban en un momento tan doloroso e irreversible, de cara a la muerte.
El amor, me di cuenta, no es el sonido de campanas, ni el alocado vértigo de los adolescentes. Es, en cambio, esa serena compostura que le permite al otro enfrentar con entereza el dolor y la pérdida. Estas dos personas, que estaban a punto de separarse para siempre, se reconfortaban mutuamente, como para que la pérdida resultara mas tolerante. Di media vuelta, en silencio, y me fui, agradecido por haber podido contemplar la generosidad y la belleza de ese momento: el amor enmarcado por la tragedia.
Robert D. Russell